"La rueda conoce mi nombre", de Claudio Zilleruelo: un retrato de la cotidianidad y las relaciones anónimas

Celebridades Calendario 12 mayo 2025 Alberto Ugalde

En la primera secuencia de La rueda conoce mi nombre, ópera prima de Claudio Zilleruelo Acra, la cámara nos sumerge en una sala de conciertos donde la oscuridad envuelve antes que devorar al público. La noche es de un death o black metal frontal, agresivo, casi ritual. En el escenario, la banda Gholem —encabezada por el propio cineasta como vocalista— coreografía sus gruñidos, proezas vocales, bases rítmicas, guitarras en escalas menores armónicas y una energía que supera los efectos o el volumen. En medio de este entorno aparentemente intenso, aunque controlado, la conocemos a Ella (María Lara). Parece ajena a ese universo, pero camina con toda naturalidad.

Esta secuencia inicial podría ser la última de una película que narrara la historia de músicos que, a través de la entrega total, aceptan el sufrimiento como una experiencia inevitable. Pero no es tan simple. Poco después, cambia la locación, cambia la jornada y en otro punto de la ciudad aparece Él (Fernando Álvarez Rebeil). A su alrededor no hay luces púrpuras de foro, ni música de antro metalero. No existe clímax. Solo un hombre en piloto automático, excepto en el recuerdo: cuando Ella está con él en su cama. La vida de este adulto joven también gira en torno a la música, al ser dependiente en una tienda de discos. Vive en un departamento de clase media, con ventanas amplias y una luz blanca que cada mañana lo castiga con fuerza. Entonces entendemos que esta película no es Purple Rain con Prince, donde el músico luchaba por superar sus conflictos y convertirlos en poder. Aquí solo hay una jornada más.

Se trata de un nuevo día antes que amanecer: gris, callado, opaco, sin testigos, en una ciudad que –como algunas relaciones– parece más estimulante en el mapa turístico que al experimentarla. Las secuencias se intercalan: Ella ya canta con Gholem, pero, contrario a otros exponentes cinematográficos con situaciones similares, su grito no se siente como catarsis ni como denuncia. Subraya otras preguntas, sobre todo cuando durante el día trabaja como maestra de yoga. Ofrece indicaciones, corrige posturas. Suena una campana y meditan guiados por un maestro. Se entrega a prácticas de atención plena, pero no sabemos bien si observa la rutina con calma o con hartazgo. A kilómetros de ahí, Él duerme. Apenas se levanta de la cama. Una observa; el otro parece no poder más. Durante buena parte de la película, uno cree que observa los residuos de una separación. Pero, aunque todo parece limado por la costumbre, duermen juntos y sus recuerdos rutinarios más nítidos y apacibles son aquellos cuando están en la cama con las piernas entrelazadas.

En uno de los diálogos clave, un cliente le habla al dependiente sobre ciertos géneros del metal. Más o menos le dice que, por encima del ruido o de la apreciación superficial, su función es enseñar a aceptar el sufrimiento: no negarlo, no sanarlo, sino habitarlo. El contraste con su pareja es evidente. Ella canta metal, pero su práctica de yoga sugiere la ruta de entender las causas del dolor para desmontarlas. Ella intenta trascender. Él, ni eso. Y, sin embargo, conviven y tal vez obtienen resultados similares.

En el departamento, la imagen es deslavada. Gana la rutina. Él observa desde su piso hacia el garaje, hacia abajo, buscando el auto de ella cuando no está, como si no estuviera seguro de que sigue, como si necesitara pruebas para no pensar demasiado. Por su parte, ella mira su trayecto capitalino a través de unas gafas que requieren nuevos lentes. No cambia el armazón ni adquiere unos nuevos. Como si todo siguiera igual, pero un poco más claro.

La película calibra así sus extremos y expone a personas que van del sonido extremo al silencio, del trance activo al cuerpo detenido y apacible, del conflicto con la imagen propia y la dependencia al deseo de estabilidad. Acciones o no acciones delante de la mente inquieta, con interludios musicales que nos recuerdan que, incluso en la película, las convenciones pueden significar más. Todo esto en una ciudad que parece un estado mental lleno de autopistas y vueltas que no llevan a ninguna parte.

La rueda conoce mi nombre nace inspirada en la libertad y puede sentirse caprichosa o poco mesurada. El montaje sigue la misma lógica: escenas diarias, sin grandes diálogos o apenas casuales. La cámara deambula y Zilleruelo y su equipo filman con escaleta más que con guion cerrado, en un minimalismo sin un encanto forzado que aborda el cambio que no se ve y genera desgaste. Lo que se repite, aunque sepamos que ya no funciona. El budismo aparece en el título y se desliza en algunas secuencias. No ofrece un mensaje, tampoco promete solución frente a la rueda del samsara ni, vaya, el tráfico en el segundo piso del Periférico. Es como el metal que se escucha: fluye, avanza, se detiene, gruñe, pero también necesita silencios. No se acaba el mundo ni hay mayor tragedia, solo formas de vivir el desencanto.


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